A LA SOMBRA DE COLOMBRES (Cuento)
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A LA SOMBRA DE COLOMBRES (Cuento)


El general yacía en cama. El poder, la omnipotencia y el brutal apego que sentía por vivir, no le alcanzaban para evitar la llegada inminente de la tragedia, aunque sí gozar del beneficio de cruzar a la otra orilla plagado de calmantes e inyecciones. Desde sus pensamientos, sorteando el ocio, entendía que la vida lo había congratulado. Eligió una profesión de riesgo, la cual le permitió dar seguridad económica a los suyos, ascender en el escalafón social y obtener el prestigio que algunos apenas podrían envidiar. Era conciente de estar condenado. Lo infinitamente pequeño ue mató a Eva Perón, motivo de las emotivas celebraciones de su padre cuando joven, le estaba devorando la garganta. No temía a morir, ni al castigo eterno. Lo irritaba la idea de apartarse de todo, para transformarse en el recuerdo, la fugaz anécdota mortuoria del general Juan Antonio Calzada Molina, mano derecha de Alejandro Agustín Lanusse, uno de los hombres que habían salvado a la Patria del marxismo, coautor del plan económico del Proceso de Reorganización Nacional, aquel valiente hidalgo de Malvinas, quien no entregó su posición sin sacrificar hasta el último de sus hombres. La puerta del dormitorio se abrió ante Yunilde, la enfermera con cara de pocos amigos que conoció en la casa quinta del almirante Eduardo Massera, cuando festejaron con un opíparo asado el reciente campeonato mundial de Argentina, junto a otros comandantes. Ese frío mediodía, el entusiasta anfitrión habló del proyecto de una fábrica de submarinos, claves para ampliar las posibilidades de éxito en la guerra del mar, atacando al enemigo invisible que podría acechar entre las tinieblas. Analizó de manera súbita el craso error de destinar millones de dólares a la construcción de la planta, que en definitiva no dio a luz ni uno de sus manufacturados productos, salvo la ilusión de salvar por la fuerza la realidad militar. Presumió los motivos de la caída del almirante a causa del asunto, además de sucesivas locuras de origen mesiánico. Luego olvido el tema. El exagerado mutismo de la mujer, lo estimuló a realizar otro singular balance de su existencia. Se bajó el pantalón del pijama con algo de esfuerzo. Poniéndose de costado, esperó sin éxito la irritante sensación de la jeringa. Cuando el sol infantil de Barrio Norte volvió a peinarle la cara, quedó inmune al dolor. Revivió la sensación calurosa bajo la pequeña gabardina de pana verde, los embates del viento otoñal de la avenida Santa Fe, de la mano de su madre, camino a la confitería de la esquina de la casa, cuyo nombre de momento no le venía a la mente. Mientras el líquido ámbar pretendía atenuar sus penurias, volvió a convertirse en un joven cadete. El leve quejido de la puerta delató la marcha de Yunilde, como él había acusado falsamente al mejor amigo de robar una caja de compases. Valía la pena sacrificar tanto, después de apostar a los amigos, borracho de whisky escocés, que sería capaz de mostrarles sobre el escritorio del padre, el producto de su hazaña, amén de salvar la carrera. Aún dolorido, la evocación lo hizo sonreír con la mueca interesante de los años mozos, de los días cuando sedujo a Perla, la sobrina nieta del capellán Henríquez, llamada a ser la santa madre de sus cinco hijos. Miró el reloj de la pared. Después el espejo. Antes de dormirse, recordó a otros viejos cuadros de la escuela militar, mucho más capaces y honorables, expulsados de la fuerza por atreverse a sentir la Nación hasta la fibra más íntima. A los veinte minutos despertó. Nunca fue de dormir mucho. Menos ahora, a causa de una enfermedad despiadada, obstáculo insalvable entre la extraña sensación de pretender la eternidad y sus limitaciones personales. Estaba acostumbrado a tomar lo que se le ocurriese, pero la cuenta regresiva de la bomba de tiempo acuñada desde el infortunio, amenazaba con hacerlo estallar de forma inexorable. Pese a callar, estaba preocupado, aunque prefería ignorar los problemas sin solución como una martingala de espantar los males. Para distraerse, prefería dar marcha atrás, añorar los encuentros furtivos con las sucesivas amantes que la lejanía de Perla le facilitaba. Cómo olvidar a la exuberante Leonor, la parda que conoció al cabo de unas maniobras en Punta Indio, la forma de gritar a la llegada de cada orgasmo con ella dentro del Valliant azul prusia, aparcado en las grutas del Guindado de Palermo. Le seguía doliendo el modo de culminar aquella relación, no por cuestiones de sentimientos, sino de piel. Ambos eran casados, aunque Leonor cometió el error de enamorarse. Incluso llegó a seguirlo e intentó confrontar a la esposa, tocando con insistencia el timbre. Afuera llovía a cántaros. El entonces coronel bajó impaciente los ocho pisos de su casa de Pacheco de Melo, la convenció haciéndole falsas promesas de irse a vivir juntos y al mes, alquiló su casa, mudándose al domicilio actual sobre Charcas, para no volver a verla. Luego siguió Dora, la esposa del directivo Lugo del frigorífico “La Cantábrica”. Llegaron a acostarse, pero a él no le gustó la pesadez de la mujer y dejaron de verse, al ser destinado a la base de Bahía Blanca. Allí quiso flirtear con la amante del dueño de una pizzería. Conquistó a la hermana, llegó a mantener relaciones sexuales dentro del local cerrado, sobre el buffet, pero disconforme se negó a regresar. Fueron pasando muchas hembras, provenientes de lugares distintos; algunas prostitutas de categoría, recomendadas por la concurrencia al casino de oficiales o esporádicas fugas a burdeles de lujo, quizás a algún que otro cabaret mal avenido, donde corrían del mismo modo el champagne rosado y las piernas regordetas. En especial, tenía la viva imagen de la trigueñita de dieciséis años que embarazó en el Perú, durante su desempeñó como secretario privado del cónsul. Le prometió el oro y el moro con tal de llevársela a la cama. Quedaron en verse de nuevo, una semana antes de retornar a Buenos Aires, convocado por la junta de comandantes que orientaba el gobierno de Levingston. Al extrañar el sabor de la limeña en cuclillas, subiendo y bajando como una bomba de petróleo, iba a la casa de una respetable dama de la calle Martínez de Rosas, obligándola a emular la misma forma. En principio, la extorsionaba. Los servicios iban a cuenta de exceptuar al hijo de la conscripción obligatoria, pero se fueron haciendo grandes amigos. La disfrazaba de paisana, le introducía objetos dentro del cuerpo y desnudos, parodiaban clásicos del cine argentino que invariablemente, conducían a desenfrenos inenarrables. Los pantallazos del pasado se sucedían como reguero de pólvora, como una de las tantas citas en las dependencias de La Plata. El oficial de turno lo condujo hasta el edificio anexo, detrás del alambrado. Los prisioneros eran alrededor de cuarenta, maniatados, con la testa encapuchada. Le gustaron los pezones salientes de una montonera que picaneaban sobre un potro improvisado. Lo excitaron las curvas semidesnudas, el hedor a carne quemada, las piernas blancas, cubiertas de finísimo bello aterciopelado. La hizo desatar. Le enjugó las lágrimas, abrazándola con inusual ternura. La templada humedad del calabozo, lo incitó a pedir que le trajeran una camisa. Más tarde, solicitó que la vuelvan a atar. Al retirarse todos del recinto, a pedido suyo, procedió a recortar un trozo de cartón del suelo en forma de estrella de David. Lo unió al bolsillo superior de la camisa con un alfiler de gancho, que acostumbraba llevar en la billetera de cuero, para penetrarla en sucesivas ocasiones, hasta quedar exhausto. En los meses previos a la magna fiesta futbolística, recibió la notificación oficial, llegada del seno del gobierno. Comunicaba la decisión perentoria de la Junta Militar, de arrancar de cuajo las villas miseria. El verdadero blanco eran la mayoría de sus habitantes, presuntamente oriundos de los países limítrofes, a fin de ocultar la suciedad bajo la alfombra roja del engaño, de manera que los turistas contemplaran la incontrastable belleza del país, la unión de los argentinos e ignoraran el latrocinio a la sociedad. El hecho coincidió con el ocaso de sus aventuras. Perla contrató a una sirvienta jovencita, bizca, de nacionalidad boliviana, sin documentos. El primer día de trabajo, arruinó con lavandina una de las dos cítaras romanas utilizadas en la película “Quo Vadis”. Como el adorno tenía un valor singular para la esposa, a cambio de perdonarla y no hacerla deportar, le sugirió que le practicara felatio. Parecía una travesura. El general la buscaba al llegar del Edificio Cóndor o estar de licencia. La chica accedía a regañadientes, hasta que se cansó y dejó de trabajar. Los síntomas de la enfermedad, interrumpieron las evocaciones, frustrándole la erección. Adusto, frunció el ceño. Intuía el futuro muy próximo en el cementerio de la Recoleta, debajo del peldaño de mármol gris, contiguo a la bóveda del boxeador Firpo. Sabía los planes de sus compañeros de armas, de donar los fondos para la construcción de una estatua en su honor, con el símbolo de “Cristo Vence” que tallado sobre la base, clamaría desde el silencio la desgraciada perdida. Intentaba comprender el sentido de la forzosa conclusión de sus días, de la extinción de la leyenda, del hombre impune que tuvo el acierto de montar el caballo del vencedor, al punto de bautizar uno de los campos clandestinos de detención como “La Perla”, en honor a la vehemencia de su esposa. Le costaba imaginar la triste conclusión del ilustre visitante de la Escuela de las Américas, de West Point, a finales de los sesentas, importando los designios norteamericanos a las pampas despreciables de su formación cipaya; el epílogo del consumado estratega de la lucha antisubversiva, experto en técnicas de tortura física y mental, aprendidas durante fugas a la lejana isla de Formosa; el póstumo reposo del sanguinario guerrero que envió a morir a los feroces soldaditos correntinos. Daba gracias a Dios por estar tan débil, sino el aburrimiento le hubiera provocado estragos. Cada gota de sueño era un alivio a su despojo. A veces se preguntaba porque no podía desaparecer largas horas, derrumbarse sobre la improvisada hoguera de las sábanas rosadas y amanecer saludable. Una ráfaga de viento golpeó el vidrio de la ventana del cuarto. Se sintió de regreso en las Malvinas. Transitando la atmósfera de luces confusas, recitó de memoria el poema alusivo de José Pedroni. “Estaban bien armados los ingleses”, razonó, para caer sin remedio en las fauces del cansancio. El cronograma bajo el imán de la heladera, señalaba en círculo las cinco de la tarde. La enfermera tenía las manos ocupadas. Sobre la bandeja, llevaba la gelatina “Exquisita” de frutilla, a temperatura ambiente, dentro del elíptico molde de metal donde también le daban otros postres. Abrió la puerta de la habitación con el zapato. El seco ruido del picaporte, al chocar contra el cajoncillo del placard, le hizo abrir los ojos. Omitió maldecir a Yunilde por recuperarlo de aquella ausencia tibia, cristalina. Buscó descargar el arrebato. Enseguida encontró la excusa, porque convino que no todos cumplieron su voluntad, incluida la esposa. Conoció a Perla por accidente en el Club Hípico Alemán, cuando distaba de tener las caderas anchas, el busto caído y las piernas llenas de varices. Verla le recordó a la reina Isabel, sentada en el mullido sillón con las piernas juntas, de costado, antes de tomar el té. La atracción fue mutua, a pesar de que se le hacía una sensación extraña, desconocida. Consideraba el amor una estupidez, digna de gente deleznable. Aceptó de mala gana jugar el papel de enamorado, pidiéndoles autorización a los padres, para acompañarla durante los sabáticos atardeceres que éstos visitaran el lugar. La joven amazona saltaba los obstáculos, mostrándole los dientes de coneja a cada logro. La boda se oficializó al año siguiente, en la Abadía San Benito de Palermo. El vestido de novia de Perla, evocaba el de la ceremonia de coronación del Palacio de Buckingham. Pronto, el criterio propio de su joven esposa, fue reemplazado por el abanico de sus preferencias. Sin que ella lo advirtiese, casi logró moldearla a imagen y semejanza suya. Pero esto no le sirvió para sofocar el carácter independiente de sus hijos. Victoria Isabel, “Vicky”, la mayor, abandonó la carrera de ciencias económicas, para empezar a cursar sociología en la Universidad de Buenos Aires. La negativa rotunda del general a aceptarlo, desencadenó peleas atroces. Le resultaba imposible admitir la deserción de una carrera pecuniaria a cambio de otra, a su entender, menos relevante, plagada de docentes y alumnos de extrema izquierda. Prefería a los liberales, los compañeros de familia pudiente de la Universidad de Belgrano, aunque muchos fueran de origen judío. En ese lapso, al ir de compras, Perla la encontró paseando con un muchacho de barba y cabello hasta los hombros. Cuando Vicky quiso presentárselo, le pidió subir para hablarle. El melenudo percibió el problema. La despidió, besándola cerca de la boca, le guiñó el ojo a la madre, aceleró el paso y dobló a la primera esquina, donde compró una caja grande de chicles “Adams”. Discutieron en el hall del edificio. La puerta quedó entreabierta. Los transeúntes fueron testigos del feroz escándalo. Algunos vecinos salieron a ver qué pasaba. Perla la dejó hablando sola para ir de inmediato a contarle al marido. Abrió furiosa la puerta del ascensor. Caminó hacia la entrada blanca, estrelló la llave dentro de la cerradura. Entró, revoleó la cartera sobre el sofá e hizo una escena digna del Oscar. El general estaba tan furioso, que ni bien traspuso el felpudo, la abofeteó sin mediar palabra. Victoria empacó. La sangre le descendía desde la comisura del labio. Fue a vivir de su mejor amiga, en un monoblock de Villa Pueyrredón. El padre averiguó la dirección exacta, luego el número. La llamó por teléfono. Quiso disculparse, persuadirla de volver. Victoria lo llamó “asesino”, antes de cortarle abruptamente. Entonces optó por espiarla. La tercera vez que salió, tras estacionar el Valliant a una distancia prudencial del lugar, utilizó el encendedor del auto para fumar el último all Mall del atado. Con los puños sobre el volante color crema, vio al melenudo llegar, luego tocar el portero eléctrico. La descripción malintencionada de Perla, le facilitó saber de quien se trataba. Exhaló el humo. La sentencia de muerte la llevaron a cabo unos sicarios amigos del cuartel. De todos modos, Vicky no volvió. Había conocido a un militante del Ejército Revolucionario del Pueblo. Estaba de novia desde hacía nueve meses. Aconsejada del guerrillero, a raíz de la suerte del melenudo, pasó a la clandestinidad. Perdió la vida durante el ataque al batallón ciento uno de La Tablada. Tenía un matagato que se le trabó al intentar abrir fuego, según la versión oficial. El general lloraba cuando nadie lo veía. Trataba de ocultar el dolor, peor al del cáncer, lejos de las miradas de Perla. A Martha Susana, la segunda, nunca le gustó estudiar. Muy cercana a Victoria, le llevaba de comer a escondidas. La madre la obligó a cursar danzas españolas con una profesora pesadísima de Barrancas de Belgrano. Después piano, francés y por último, corte y confección, pero nunca duraba demasiado. Aprendió a tocar la guitarra a través de revistas con los acordes de temas de Sui Generis, Vox Dei, Almendra, Bob Dylan, Cat Stevens o alguno de Joan Báez. De carácter introvertido, se hizo hippie a los veintidós; a los veintitrés, con flores pintadas en las mejillas, vendía artesanías en Puente Pacífico junto a Karina, su hermana del alma y a los veinticuatro, probó el ácido lisérgico. La policía la encontró en los alrededores de la plaza San Martín, frente a Retiro, deambulando mal vestida, muerta de frío. Vendió la mayor parte de la ropa, para proveerse de la marihuana que le encontraron dentro del diminuto morral de cuerina gris. Tenía veinticinco cuando la internaron en una clínica privada de salud mental. En sus reiteradas incursiones, atravesando el patio, confesaba a los visitantes ser la novia del bajista de Manal, Alejandro Medina. Decía también esperarlo para escaparse juntos a la India. El día del cumpleaños, los internos llegaron a obsequiarle una torta de almendras. Permanecía siempre al lado de una mujer mayor, Constanza, para ayudarle a cocinar un hipotético puré de zapallo. Ambas se volvieron grandes amigas, hecho que contrarrestó el efecto de las prolongadas ausencias familiares. Los enfermeros descubrieron que al hacer fuerza, tendía a rasparse los nudillos hasta sangrar. Lejos de inmobilizarla, le enseñaban a batir, so pretexto de cambiarle la posición de las manos. Constanza le perjuraba que las recetas de Doña Petrona le pertenecían. Martha Susana le hacía caso omiso, la perseguía a cualquier parte y oía sus consejos. Una tarde, Constanza se sintió muy cansada. Le pidió a Martha que revuelva sola el puré, mientras iba a dormir la siesta hasta la merienda. Pasada la hora convenida, la empezó a buscar. Por accidente, ingresó a la sala contigua del laboratorio de análisis químicos. Constanza estaba recostada sobre la camilla cercana a la pared. Tenía el torso desnudo y la boca entreabierta. Martha la zamarreó. Una. Dos. Tres. Cuatro veces. Estaba helada. Encontró una tijera lindante al lavabo de metal. Los médicos la asistieron antes que se desangrara. A partir de ese instante, entró en estado de shock. Por lo tanto, recomendaron a la familia que procurara visitarla más asiduamente, para ayudar al propósito de rescatarla de su aislamiento. El general pidió y recibió la autorización para que la trasladen cada cinco días a la casa. Álvaro Gabriel, el medico de la familia, la revisaba de forma periódica. Se recibió con honores. Casado desde hacía doce años con una pedicura de apellido Grimaldi, trabajaba en el Hospital de Clínicas. El consultorio particular lo tenía entre las calles Medrano y la avenida Rivadavia. Vivía en las Lomas de San Isidro. El dedo de la armada, las influencias paternas, lo preservaron a las tareas de supervisar a las madres que dieran a luz en cautiverio. Era el preferido del general, desde que lo sorprendió engañando a la madre. Cuando el padre buscó desesperado explicaciones, se limitó a decirle: “Tranquilo, viejo…Estar con la misma mujer tantos años, es como comer fideos todos los días. Puede ser muy rico, pero a la larga te cansa”. Desde aquel momento, Alvarito se transformó en un prócer para él. Hasta la enfermedad, iban siempre a la cancha de San Lorenzo, al cine, cubrían sus andanzas con una complicidad asombrosa. El general le presentó a una secretaria de la embajada holandesa, la cual Alvarito no tardó en seducir a pesar de ser semicalvo y demacrado. Al advertir la personalidad libertina de la joven, le pareció adecuado ser deferente con el padre, a lo que él le contestó: “De tanto andar entre vivos, te estás volviendo baqueano. Gracias, Pibe, pero donde come alpiste el nene, queda feo que también lo haga el papá. ¿No te enojás?”. Hasta jugaban a las cartas. Formaban una dupla invencible de truco, ganando numerosas competencias. El defecto de Alvarito consistía en tratar de evitar los problemas. Quería al padre, pero lo invadía un fuerte sentimiento de rechazo a la hora de ir a verlo. Prefería los episodios de antaño, la algarabía de la juventud en las playas marplatenses, reservadas para la elite destinada a tomar las decisiones trascendentes, acaso decidir la suerte de una guerra sucia, tan bastarda como el concepto que tenían de la gente común. Lejana le parecía la efigie de roble del general yendo al cuartel, acomodándose la gorra en la cabeza engominada con “Alerta”; el escudo nacional paralelo al entrecejo. De niño lo imitaba, tras haberlo visto saludar a sus subalternos, marchar en los desfiles de las fiestas patrias. El pobre viejo consumido, le daba la impresión de ser una copia barata, la sombra del personaje que conoció de fajina, el adalid indomable, sacado a relucir de los casinos de oficiales hacia el fragor de las batallas de las islas irredentas. El chiflido de la radio mal sintonizada de algún apartamento, lo remitió a las órdenes recibidas en el improvisado frente, a veinte kilómetros al oeste de Puerto Argentino. Tenía la vista nublada por efecto de los calmantes, pero se animó a ver lo que quería, como a los soldados cavando las trincheras, los comentarios triunfalistas de los superiores, la ropa de fajina y el comienzo de una ronquera de consecuencias fatales, similar al fruto de los inviernos bravíos del sur de la campaña bonaerense que afonizaron de por vida al poeta Estanislao del Campo. Después contempló a ese conscripto, el cual le parecía tan estúpido e inepto, que hubiera pagado para no tenerlo bajo sus órdenes. Se preguntaba, conciente de su delirio porqué lo tenía a escasos pasos de la cama, siendo al único hombre de las islas australes a quien pretendía desterrar de su memoria. Sin embargo, estaba parado a un lado de la puerta, haciendo guardia con el fúsil. Llevaba el gesto de los provincianos renegridos, con rasgos achinados, a quienes se les ríe involuntariamente la cara. Estaba sucio, con fango en las botas desgastadas y la porción maltrecha de cuerdas en las muñecas despedazadas. El general cerró los ojos. Al abrirlos, buscó los retratos de la cómoda. Observó la foto color sepia del adusto tío Federico, responsable máximo de su ingreso al ejército; la imagen taciturna de la regordeta tía Jovita; la imagen descolorida de Don Conrado, su suegro, el mismo que lo amenazó con una Browning cuando creyó que abandonaba a su futura esposa, junto a la de una pequeña Perla, casi irreconocible, posando sobre la rambla de Mar del Plata, delante del casino. En el extremo saliente del mueble, descansaba el pequeño diploma que recibió su abuelo, firmado de puño y letra por el presidente de la Sociedad Rural. Volvió a observar la puerta, pestañó varias veces, intentó refregarse la parte de la nariz donde posan los anteojos. Pero ahí seguía el soldado, con la firme intención de hacerle la venia reiteradamente a su general.

-Cuando no…Usted…. -Siempre a su lado, mi general, como la primera vez…. Del otro lado de la puerta, la voz de Perla no se hizo esperar. -Juan…¿Estás dormido? La falta de respuesta la obligó a ingresar. -¿Juan?… El general contestó algo fastidiado, alzando el tono.

-¿No ves que si te contesto, mujer de Dios, es porque justamente estoy bien despiertito? -Bueno, pero… -Quedáte tranquila que todavía no me pienso morir… Perla sollozo.

-No sé como me hablás así…Yo no quise… -Ya lo sé –volvió a interrumpirla el general. Me estuvo doliendo el pecho todo el día. Por eso estoy un poco…Bueno. Vos me entendés, mi amor. Además, no se como puedo estar mareado todavía. Escuchá…Vas a tener que decirle a Alvarito que éstos remedios que me recomendó, me mantienen en babia todo el día. Cuando Perla se estaba por ir, el general la llamó. -Vení, querida… La besó en la mejilla y le dio unas pocas recomendaciones, entre las pequeñas lágrimas de su mujer que apenas se negaban a brotar. -Perla… Ya está. Yo crié una familia, te tuve a vos. Les di lo mejor y nunca les hice faltar nada. Estoy contento. No me puedo quejar. Piso los sensenta años e hice más de tres o cuatro veces, cinco, de lo que hace un tipo llegando a mi edad…. -No, Juan. No te digo nada, pero no está bien que hables así… El general meneó ligeramente la cabeza, en señal de negación.

-Pero es así, Lita –dijo suspirando con dificultad. No hay nada que hacerle. Lo único que me preocupa, es que no te apenes el día que cierre los ojos. Y no te quiero amargar, pero no te hago el favor de ir a una clínica, porque extrañaría mucho la casa, a los chicos…Me gustaría irme acá, viendo todo, en casa. No como los elefantes, que elijen irse a morir lejos. Como en las películas de Tarzán. ¿Te acordás cuando éramos chicos y lo íbamos a ver a la calle Florida?. Perla se secó las lágrimas con un repasador bordado a mano y trató de ensayar una sonrisa.

-Sí…Yo quería que me lleves a ver una de Libertad Lamarque y vos siempre me salías con una de esas de guerra, como aquella vez que me llevaste engañada a ver “Los Doce del Patíbulo”… Los viejos encantos del general buscaron recrearse en una de sus remozadas muecas.

-Cómo te acordás, ¿eh? -Y yo, que para hacerte enojar, hasta tuve que hacer que me gustaba Lee Marvin…Y cuando me dijiste que era demasiado viejo, te dije que el que me gustaba era Clint Walker… -No me hagás reír, que no puedo…Me acuerdo –enfatizó esforzando la memoria. Fue justo un día antes que los peronistas éstos de mierda hicieran un quilombo y me revocaron la licencia…¡Estos negros de mierda! Lo mejor que pudimos hacer fue exterminarlos como moscas. Lástima no poder…Ahí los tienen…¡Cuando no jodiendo de nuevo con las elecciones que se vienen y toda esta milonga!… -Ahora descansá, Juan. No levantés presión. Dormí… Antes de irse, Perla lo besó en la frente con devoción casi religiosa. El general percibió la incipiente garúa al golpear los focos de luz. También la presencia de alguien en el dormitorio.

-Usted no respeta a nadie –alegó. -Es que uno siempre tiene que estar, como me decía usted, mi general… El viento amagó ensañarse de nuevo con el vidrio de las ventanas.

-A veces, yo me he preguntado si en realidad fui injusto. Pero le confieso, soldado, que me arrepentí de muchas cosas en mi vida, pero no de disciplinarlo a usted. -Yo aprendí, mi general. Y quería dame el gusto de venir a mostrarle lo bien que me porto… -Me alegro, Colombres…Pero ahora; ¿por qué carajo no se manda a mudar? -Porque le traje esto que hace la mamá pa´la tos, como la que tiene usted, ¿vite? –contestó sonriendo el soldado. ¿Me permite? -Pero dígame una cosa, pedazo de animal. ¿Cómo hizo para saber donde vivo? -Eso no importa, mi general. Espere que le ayudo… Colombres sentó al general en la cama y le dio del contenido de un tazón de loza color celeste. -Tiene las manos frías, Colombres…¿quiere cagarse de frío usted y después congelarme a mí?. -Ahora el que importa es usted, señor… El general bebió, no muy seguro de la veracidad de los sucesos que transcurrían ante su descreimiento. Los problemas de salud le impedían reírse a carcajadas de él, del absurdo de dicha pantomima de la realidad circundante, a los cuales suponía una consecuencia de los efectos colaterales de la inyección de Clotilde.

-¿Qué me dio, Colombres? Me siento mejor. Incluso no me pesan tanto las piernas como antes de ayer…El gusto, muy malo, pero bastante efectivo -¿Efectivo dijo?. No se que es, pero eso no importa. Lo hacía la mamá en el campo. Yo lo sabía hacer también…Ojalá hubiera podido dáselo hace mucho, mucho… -¡Perla! –gritó el general a viva voz. ¡Es un milagro!… -No lo va a poder oí…Sirve pa´ahora, nomás… – ¿Pero usted sabe lo que dice, soldado? ¿Tiene idea con quien habla, de quien soy yo? El reloj de la sala oscura del apartamento campaneó seis veces.

-Más pena me da que usted no pueda acordarse de mí… -¡Qué está diciendo, Colombres! –asintió con violencia el general. ¡Usted era el más pelotudo de toda la unidad que estaba a mi cargo! ¡Lo único que no alcanzo a recordar es el milagro que lo sacó para siempre de adelante mío y espero que lo hayan matado, trasladado o dado de baja por mogólico! El rostro risueño del soldado permanecía estático, mostrando los dientes de ardilla apretados.

-Mírese un poco… ¡Si hasta me hace acordar a Rufino, el personaje que hizo el Soldado Chamamé en una película de soldados! ¡Hasta la cara le delata que usted es un pobre infeliz! El general montó en cólera, saltó de la cama y descalzo, avanzó hasta Colombres con el dedo acusador extendido. El piso de baldosas marrones del dormitorio, hacía juego con las manchas de tabaco calcificadas que nacían de los gruesos dedos de sus arrugados pies, llenos de várices.

-¡Es por eso que lo hice estaquear! ¡Lo castigué por idiota, por salirse de la trinchera a media noche a boludear, poniendo en juego la vida de sus compañeros de armas!… ¡Además, usted salió y ahí fue cuando los ingleses pudieron localizarnos y se nos vinieron encima con todo lo que tenían a la mano! ¡Todo por su culpa, soldado! -No es así, mi general –se disculpó Colombres. Yo no quería salí. Entre el sargento Hernández y los otros muchachos, me dijeron que usted no andaba bien. Estuve preparándole lo yuyo todo el día, porque ellos me dijeron que lo tenga listo pa´ la noche, que a usted le iba a hace mejo. Después, el sargento me dijo, ya de noche, que salga rápido a lleváselo, mientas se reía con otro soldado. Yo pensé que se reía de otra cosa, menos de mí. Así que fui y se lo quise llevá. El gringaje llegó y lo tuve que esconder pa´ tirar. Y al final del día, vino el sargento a llevarme por orden suya, a estaquearme. Menos mal que hoy se lo pude da… -¡Y espero que por huevón, se haya re-cagado de frío para que se avive! -Mire usted, con todo respeto, si será un milico malo que encima que le guardé tanto tiempo el jarabe, todavía me reta…Encima, justo ahora que vienen de nuevo la gringada… ¿No los escucha?… -No…-contestó el general, con los ojos desorbitados, pasándose el cabello blanco recrecido detrás de la oreja con la palma.

-Igual quédese tranquilo…Su soldado lo va a cubrir y a defender la posición. -¡Tiene razón, Colombres! –afirmó el general. ¡Ahora los oigo!… ¡Están bajando por la ladera!… -¡Yo lo voy a cubrir! –insistió Colombres… -¡Sabía que el castigo lo iba a escarmentar, soldado! ¡Usted no sólo se avivó del todo, Colombres, sino que también aprendió a servir a la Patria! ¡Así me gusta! ¡En cuanto esto se termine, lo voy a recomendar para una medalla! -De donde yo vengo, mi general, nadie usa esas cosas… -¡Ahí vienen! ¡Silencio! De una elevación proveniente de lo más profundo de la pared lateral blanca de la habitación, una poderosa fuerza militar descendía a campo traviesa, ondeando el pabellón británico. En el frente, la oscuridad era impenetrable. Las tropas argentinas la recibieron con ráfagas a discreción. Colombres acomodó al enfermo dentro de la cama, lo cobijó, entregándole el fusil y se cubrió tras un pequeño sillón color naranja atigrado. Cuando creyó tenerlos cerca para acertarles, el general bramó la orden.

-¡Fuego, soldado! ¡Hágalos mierda, carajo! Los ingleses se le avalanzaron encima. Tenían un rostro espeluznante de demonios, con la tez profunda, similar a la corteza centenaria de los pinos; el iris de los ojos rojos de fuego. El terror se apoderó del general, al cabo que la batalla continuaba. -¡Colombres!, ¡cobarde!… -Yo ya ni puedo hacer nada por usted, mi general. Ahora es Dios al que le toca… Antes de ser conducido infierno, se vio a sí mismo, sorprendido, organizando la desesperada defensa, oculto en una trinchera. Sus soldados caían como moscas, a escasos metros de donde Colombres yacía estaqueado. Tenía los ojos abiertos de par en par. Estaba congelado. Muerto. Una vez que la batalla concluyó, el otro Colombres emergió detrás del sillón. Tomó el fusil que permanecía tibio aún sobre la cama. Salteó los cadáveres acribillados de Perla y Alvarito. Abrió la puerta de la habitación, donde una luz llena de paz alumbró su entretenida mueca.

-¿Ahora puedo pasar? –preguntó mirando hacia arriba. Dio las gracias al pretender escuchar la respuesta. Luego avanzó y se fue perdiendo a lo largo de la fosforescencia que no tardó demasiado en desaparecer. Autor: CARLOS ALBERTO RICCHETTI*









*Periodista, escritor, poeta y cantautor. Director general de Diario EL POLITICÓN DE RISARALDA y de su suplemento, ARCÓN CULTURAL. Integrante de ¡UYAYAY! COLECTIVO POÉTICO, además del CÍRCULO DE POETAS IGNOTOS.



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