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SOBRE UNA TIERNA NUBE DE CRISTALES (Cuento)


No tenía ganas de asomarme ni a la puerta, pero algo dentro mío, indescriptible, casi como un sentimiento de algo bueno a punto de llegar, me impulsó a tomar las llaves del auto. Sin afeitar, con las orejas sucias de cera, tropecé en la escalera de la entrada. El dolor de mi alma atormentada supuso que debía llevarme al viento por delante. Sería un guerrero a bordo de un relámpago maléfico, corriendo atormentado por las calles para obtener la ansiada calma. Las rutas serían testigos de una desesperación absurda, de maquinarlo siquiera dos veces, intentando elevar la velocidad más allá de los ojos, donde las lágrimas fluyen a eclipsar la vista y el esperpento de un recuerdo feliz, naufraga en el delirio actual de un pesar enorme, eterno.


Las congestionadas calles por fin me abrieron paso a la periferia de la ciudad. Alguien grito un insulto; ignoro si a mí, lo mismo da, al igual que el coro de bocinas y los gestos turbios de molesta impaciencia, frente al espejo retrovisor. Al asomar el cielo, la resolana mentirosa amenazaba atraer la lluvia, aunque una cuchillada más sobre el tapete de un cuerpo agujereado de maldades, bien podría pasar desapercibida. Cuando comprobé la soledad, manos en el volante, entendí que podía llorar en paz, rezar tranquilo. Nadie estaría para utilizar cualquier indicio de debilidad a su favor, burlándose en mi propia cara. La ventanilla entreabierta azuzaba el aire, despeinándome el cabello largo que alguna vez asomó orgulloso dentro de ese pueblito de morondanga, con aires de metrópoli. Todavía me estremece hablar de las calles, los lugares, la gente a la cual veo con mencionarla siquiera. Todo ese torrente alguna vez mágico, supo partirme el corazón y ya no quisiera volver ni a soñar.


Si me vieran ahora y supieran la clase de hombre que fui, alegre, dicharachero, seductor profesional a hurtadillas, como una forma de reírme de mí mismo o de cuanto presumía insignificante, no darían crédito a la resaca que me convirtieron los días. Tengo ojeras hasta el cuello, la barba de rufián de los dibujos animados de Hanna – Barbera, la lengua avinagrada, con el aliento a sarro de los dientes faltos de cepillo, un fuego detrás del labio inferior, cuidando de no despertar sus brutales latidos ardientes. Hay un infierno diario que debo transitar, revivir día a día, ante la impotencia de ser otro cadáver, el muñeco de carne perfecto donde clavaron miles de agujas. Reconozco haber sido herido, experimentado demasiados sentimientos a la vez. Desde hace meses muero de miedo, al punto de no querer sentir jamás, de correr a ver si pruebo algo, aunque imagine de antemano que todo será mentira. Dios sabe cuanto intenté hablarle, a pesar de presentir, de contar con escasas esperanzas de dejarle recado. Aún soporté carcajadas a causa de aquella insignificante fe e hice valer furioso las convicciones que dejé atrás, sólo al sincerarme con el corazón.


Las montañas bifurcaban el cielo en pañales almidonados. Seguí rezando a mi manera, transmutado el padrenuestro en cientos de quejas al intentar apagar la realidad, ponerle láudano a la garganta angustiada, sofocar el pecho para quitarle las ganas de respirar. El aroma a tierra mojada palpitó la repentina lluvia y quise pensar que era Dios, llorando de verme sufrir.


El aire, el fuego bajo el labio, la desazón de andar apretujado entre multitudes sin llegar a ninguna parte, ponían en juego la pequeña cordura de la que no temía desprenderme, carente de futuro y presuntas grandes ideas, muriendo conmigo. El viento desató mi cabello. Después de solucionar el inconveniente, comencé a despellejar mi pulgar como un trozo de charque. La sangre al fluir poco me importaba, con tal de hundir los colmillos en los gruesos trozos de piel, blanqueados por la saliva. El fuerte hedor a transpiración de una remera que no recordaba cuando cambié, impregnaba la atmósfera.


El paso de un Dodge a contravía, levantó una fuerte inyección de aire por el recoveco de la ventanilla. El cabello se me desprendió, flameando a los cuatro puntos cardinales. Al intentar quitármelo del rostro, entre la confusión y la histeria, el extremo de los mechones se introdujo en mi boca. La irritante molestia sobre la campanilla me provocó arcadas. Tosí. La gratitud, la caspa y las lágrimas, lo asieron a las mejillas desde el entrecejo. Lo demás fue un violento impacto, certero, repentino, seco, fugaz, como un orgasmo primerizo que había olvidado hacía añares. La cabriola, el ruido a cristales rotos, atrajo una armonía inesperada, portentosa, líquida. Podía experimentar la cabeza mojada en plena ducha y el sopor de la humedad, se trocó en dulces y suaves cristales de nieve. Los ojos cerrados no atinaban a ver luces naturales o divinas. La inseguridad se desvaneció de repente. Apenas estaba saliendo de un capullo muerto, convertido en un ramo de muérdago lanzado al aire. El desamparo eterno, tenso, desapareció, transformado en súplica o llamado, ruego de amor, abrazo, caricias.


La suma de alegrías casi olvidadas, irrumpieron mis pensamientos antes solitarios, vacíos y abatidos, sensaciones efímeras o eternas que al padecer tanta infamia, no pueden pasar desapercibidas. Todo es nieve alrededor; el frío no hace daño. Es una tierna frescura apisonando el torso, acariciando los hombros con la tersura de la pata de un conejo blanco de la suerte. El viento helado y tibio al mismo tiempo, simulaban mujeres, transparentes, en el preludio de hacer el amor. La yema de los dedos me regalaban la impresión de tocarles las alas de ángeles desnudos; sus voces en el cuello se me perdían tras la nuca, embriagada de palabras dulces e incomprensibles, susurros vespertinos, donde el contacto de los pezones erguidos de senos de fantasía, viboreaban con los ojales de una camisa desprendida.


La angustia quedó atrás. Los astros flanqueando sabían adivinar lo que quiero sin decírselo, mientras una tierna nube de cristales desparramados en el espacio, las pompas de un insípido jabón con fragancia a jazmines, humectaban la escasa pasión por el cuerpo que añoraba abandonar. Podía estar con quien quería, sin dar explicaciones al hacer algo, ser uno mismo o sentir, asumiendo las virtudes, el bien realizado y la culpa de tamañas maldades, aunque con el consuelo de haber pecado sin faltarle jamás a mis sentimientos, sacrificando códigos, pero también saboreando el júbilo. De nuevo, me dejé arrastrar quizás por las circunstancias en que fui feliz, idealicé a las personas que amaba y les vendí todo a cambio del pequeño placer de una compañía, arrancándole a la suerte ese goce incomparable que mezquina hasta el cansancio, como si la existencia tuviera matices de despropósito.


Semiinconsciente, entreabrí los ojos y a un costado, surgían las llamas desde el auto, que tenía la forma de un paquete de galletas de soda magullado sobre el piso. De la curva montañosa a la negrura perpetua, retorné desgraciadamente a mi viejo amigo el dolor. Las sábanas blancas del hospital trataron de ocultar en vano las vendas que envolvían mis costillas, manchadas de rojos lamparones. Al pie de la cama, los barrotes verdes, mofándose, repetían al unísono: “Volverás a ser un prisionero a la luz del alba, en el ámbito cerrado y moderno de una libertad, que apenas te servirá para morir de hambre”.Las horas transcurrieron y nadie vino a verme. La voz de una radio perdida en el corredor, donde la foto antigua de una enfermera en gesto de rogar silencio, anunciaban lluvias para toda la semana. El amor, el cariño, el abrigo, la tierna nube polvorosa de cristales, se marchó sin decirme donde, ni como buscarla sin dar pena. Estaba obligado a comparecer como un gemelo más de Lázaro, teniendo que dar gracias a la vida por resucitar, maldiciendo, escupiendo en mi desprecio y condenado a llorar, vagar, sufrir, ansioso de una muerte próxima, huérfano de horizonte, esclavo del cruel destino de levantarme cada mañana a nada, a ninguna cosa, desangrándome entre malvados y peregrinando en busca de aquel soñado mendrugo de cariño, siempre mentiroso cuando no ausente, el cual cuando se ama o se cree encontrar lo que se añora, la mayoría de las veces, si le falta una daga para clavar por la espalda, no existe.


Escrito por: CARLOS ALBERTO RICCHETTI*







*Periodista, escritor, poeta y cantautor. Director general de Diario EL POLITICÓN DE RISARALDA y de su suplemento, ARCÓN CULTURAL. Integrante de ¡UYAYAY! COLECTIVO POÉTICO, así como del CÍRCULO DE POETAS IGNOTOS.

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