PRALINÉ, EL PERÍMETRO DE LA BURBUJA (Cuento)
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PRALINÉ, EL PERÍMETRO DE LA BURBUJA (Cuento)


El veredicto irrevocable fue quedar atrapado al pasar. Trascurren las horas, los días sin tiempo. Los tubos fluorescentes vuelven a prenderse, le ponen paños fríos a los síntomas del encierro. El rostro del calvo de anteojos y delantal blanco se acerca. Las pupilas se agudizan al comprobar ciertas reacciones modestas. Por el contrario, la burbuja de vidrio permanece estática, indiferente a las emociones, la sucesión de los hechos, al epílogo de una injusticia repetida. La inmensidad de la pinza sobre la pálida mesada del laboratorio, hace rogar que nadie trate de ingresarla entre las paredes, donde la transparencia se limita a descomponer los fuertes haces de luz.


La poderosa mano del hombre aparta la burbuja y crea la ilusión de una libertad ficticia, donde es imposible escapar hacia ninguna parte. Es el terror. Coloca el descomunal caramelo de praline, cerca del centro de los gruesos surcos de humedad de la circunferencia, para dejar luego todo como estaba. Chiopin emerge desde el pequeño tocadiscos portátil “Ranser” monoestereo del aparador, junto al almanaque del mundial de Alemania setenta y cuatro. Sentado, permanece inconmovible, realizando anotaciones con una lapicera Parker negra. Viene. Examina la burbuja. Regresa. Busca la mejor postura en el incómodo banco metálico. El reloj habla por sí sólo. La aguja con forma de pique intenta posarse cerca del número tres. El calvo exhala fuertemente. Entreabre aún más la boca al observar la otra manecilla larga jaquear el diente número cuarenta. No alerta el chasquido de la púa, besando los surcos, que anuncian el final del lado “b” del disco. Aproxima la garrafa y empaña la burbuja de gas “Sobel” seco. Irrumpe el escandaloso teléfono negro a disco.


-Diga –interroga la voz aguardentosa.

-Cupelman. En dos minutos cerramos el complejo.

-Ya terminaba –fue la escueta contestación.


El calvo se desprende los botones beige del delantal. Lo deja sobre el respaldo del banco. Llena el libro de actas de prisa. Acomoda su saco, el nudo corazón de la corbata. Recoge las monedas del pasaje y deja el entorno a oscuras.




La monotonía conjuga la desesperación al compás del reloj, la única presencia tangible que mella la parálisis de la atmósfera, además del motor de la heladera al arrancar o detenerse. Los pensamientos son la única realidad. El resto es negro, lleno de efímeros puntillos blanquecinos que se desvanecen en absoluto silencio. Los momentos iniciales transcurren finiquitando la posibilidad de salir, pero la inconveniencia del pánico llama a divagar, como el modo perfecto de eludir la resignación, fabricar un espejismo donde sea posible erradicar para siempre el encierro, cumplir con el destino propuesto de completar la ruta. Cuesta manejar el ansia incontrolable, similar a la expectativa del perro que aguarda el sonido del cerrojo, las llaves al chocar, la sagrada perilla accionarse, la cual dará mágicamente vida a las formas, con el agregado ocasional de música, a cargo de quien aborrezco e imagino eliminar.


Aunque resulte extraño, el calor aumenta dentro de la burbuja. Las gotas de humedad caen desde el extremo superior, mojando los bordes. La madera va transformándose en un pantano inhóspito, putrefacto y residual. Las imágenes del pasado amenazan esfumarse; es inútil ensayar cualquier forma de dispersión, porque el límite de lo intolerante ahoga las más sofisticadas artimañas de evadirse. El olor a praline cobra mayor intensidad. Algo parece moverse. Siento la angustia de no llegar a advertir de que puede tratarse. Oigo los estruendosos golpes contra la superficie del vidrio, alejándome al lado contrario al advertir su cercanía. El agua se mueve, rebota salpicándome. Irónicamente, estoy preso pero sigo huyendo. Un rugido de sedimentos al desprenderse, me hace intuir que el secreto de la eventualidad reside dentro del alma del caramelo, pero pronto descarto la hipótesis, sumido en la trama de procurar mi supervivencia, cuando el perímetro se inunda.


El motor de la heladera amaga detenerse y sigue funcionando. Resuenan imperceptibles seseos de origen desconocido. Trato de calmarme, aunque los estragos de la inesperada zambullida logran empujarme contra el vidrio. Los minutos deambulan eternos, el silencio endemoniado que disfraza el sosiego de neurosis, quiebra la negrura total, le engarza saltos al vacío, mil plegarias por desaparecer ajeno al dolor, dando término a la fatigosa confabulación incomprensible, a la incongruencia de estar atrapado y ser lo suficientemente insignificante para revocar la pesadilla.




El hedor es terrible. A punto de colapsar, el choque de las llaves tras la puerta me reanima. Las caricias del tubo fluorescente enardecen de neón el laboratorio. El calvo entra. Deja el saco. Se coloca el delantal, acomodándose la corbata. Sentado, llena el libro de actas. En el interior de la burbuja, un gigantesco gusano aparece detrás del caramelo rancio. Yergue la cabeza y logra divisarme, cercado por islas de dulce enmohecido. Su cuerpo segrega encimas ácidas, letales sobre los tejidos primitivos. Abre la boca, se arroja sobre mí, pero no logra atinar. Si bien alcanzo a flanquearlo, una parte del carnoso lomo amarillento llega a rozarme. Los dedos del calvo encienden el Ranser. El dolor es abrasador. En lugar de poner el tocadiscos, sintoniza la radio, que transmite un partido de fútbol entre River y Boca, por el torneo Metropolitano. Toma la pinza de la pálida mesada. Levanta la burbuja. Aprisiona al gusano. Observo llegar la inesperada venganza. Los gritos del calvo cuando lo muerdo entre el pulgar y el índice, se confunden con los del primer gol de Morete. El motor de la heladera arranca de nuevo. La onomatopeya de la pinza al caer, después del calvo, precede al estallido de la burbuja. Me cuesta llegar hasta el extremo de la mesada, arrastrando la mitad del cuerpo. Miedo. Angustia. El calvo se estremece, presa de convulsiones. Tiene el rostro cubierto de sarpullidos verdes, sus anteojos le desvisten las pupilas, sucios de vomito. El caramelo de praline conserva el centro de las desfallecientes marcas de humedad del perímetro. Suena la molesta campana telefónica, como un interrogante que antepone los sistemas a la tragedia. Le sigue el timbre. Desde la suciedad del piso, el gusano trepa el borde de la maseta. Arriba al tallo del malvón. Lo quema. La planta se desploma. El “Puma” Morete elude a Mouzo, remata fuerte al palo del arquero y convierte un nuevo tanto.


Mis entrañas sellan el camino de imperceptibles huellas intestinales. La sensación de frescura del contorno pedregoso del lavabo, mitiga el malestar. El sitio del martirio ya no existe. Vive a través del rencor, durante los breves instantes finales de la vida de una bacteria. El “Ranser” anuncia la culminación del partido: River Plate, dos; Boca Juniors, cero.


Escribe: CARLOS ALBERTO RICCHETTI*

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